No obstante, tanto Chiquitín como Papi se quedaron con la duda de si el jefe tenía o no intención de castigar al pequeño. En ese momento se oyó ruido de pasos y voces, y el mayordomo, Ángel, apareció en el salón en el que se encontraban, inmediatamente seguido de Ricardo, el mayor de los sirvientes, que traía de la oreja a un guapo joven que no podía ser otro que Danielito.
Los tres recién llegados se detuvieron mirando a Don Daniel a la espera de sus órdenes. Claro que también miraban el hermoso culito que Don Daniel tenía colocado sobre sus rodillas. En sus miradas había curiosidad y deleite ante el bonito espectáculo, aunque ni rastro de asombro; al parecer en aquella casa era muy habitual que los jovencitos que venían de visita acabaran desnudos y en posición de sumisión ante el amo y señor del lugar. Intrigado al mismo tiempo que muy avergonzado, Chiquitín no se atrevía apenas a girar la cabeza para ver a los recién llegados. El jefe dirigió la vista hacia su hijo durante unos segundos, mientras seguía acariciando las nalgas de Chiquitín. Finalmente, despidió al pequeño con una palmada final:
Has sido muy simpático, Chiquitín. Ahora sé bueno y vete con tu papá, que yo tengo que arreglar otro asunto.
Chiquitín se puso en pie y se subió sus minúsculos pantalones hasta la mitad del muslo, lo suficiente para poder recorrer los pocos pasos que lo separaban de Papi sin tener que andar en estilo pingueino. Papi lo recibió en sus brazos, le subió el pantaloncito aunque sin abrocharle el botón, y lo sentó sobre sus rodillas. Chiquitín notó la punta del miembro de Papi, todavía hinchado, haciéndole cosquillas en la nalga.
Mientras, el jefe se acercó a Danielito, que seguía estando cogido de la oreja por Ricardo. Sin embargo, el muchacho no parecía avergonzado y aguantaba la mirada de su progenitor con una cierta expresión de desafío. Don Daniel se dirigió a Ricardo y Ángel:
Muchas gracias por traerlo. ¿Le ha dado su merecido, Ricardo?
No señor, no quise quitarle el placer de hacerlo usted mismo.
Bien hecho. ¿Dónde estabas, jovencito?
Por ahí – respondió Danielito de forma insolente.
La mano del jefe propinó un veloz sopapo a la mejilla derecha del muchacho; Ricardo dejó de agarrar la oreja izquierda del pequeño y se retiró sutilmente para que su padre, que mantenía en todo el momento la serenidad, pudiera reprenderle y corregirle a sus anchas.
¿Esa te parece una respuesta educada?
El muchacho miró a su padre con aire dubitativo.
Sí.
Evidentemente, no era la respuesta que Don Daniel quería oír. Esta vez no fueron uno, sino dos, uno en cada lado, los cachetes que Danielito recibió por su insolencia.
Creo que no te he oído bien, Danielito. ¿Dónde estabas? El muchacho se acarició las mejillas, levemente coloradas; pareció pensárselo mejor.
En el jardín, papá.
En el jardín; que bonito. ¿Y qué hacías en el jardín cuando yo te había pedido que estuvieras aquí para recibir a nuestros invitados? Danielito no contestó nada. Su papá seguía con aire muy serio, pero también muy tranquilo.
Has sido un niño muy desobediente; has sido maleducado no solo conmigo, sino también con Chiquitín y su papá, y con Ricardo, Ángel, y Toño, que tuvieron que perder su tiempo en ir a buscarte. Ahora vas a ver lo que es bueno. Ángel, por favor; trae a Toño para que presencie también el castigo de este pequeño sinvergueenza.
Sí, señor – el mayordomo salió en búsqueda del criado más joven de la casa.
El jefe devoraba a Danielito con la mirada; pero el muchacho también era fuerte y no agachaba la cabeza. Ricardo se mantenía profesionalmente retirado a unos pasos de ambos. La escena duró algo más de un minuto, hasta que Ángel apareció seguido de Toño y ocuparon, igual que Ricardo, su lugar como espectadores, los tres de pie y con las manos a la espalda.
Viendo que ya estaban todos, el jefe pareció decidir que ya era hora de empezar:
Bájate los pantalones, Daniel -no utilizar el diminutivo indicaba que la cosa era seria.
La respuesta del muchacho sorprendió a Chiquitín; mientras este último ante la inminencia de una azotaina hubiera empezado inmediatamente a protestar y gimotear, quejas y sollozos que sólo le hubieran puesto las cosas peores, Danielito se bajó los pantalones sin titubear, con aire decidido y casi desafiante. Los pantaloncitos eran casi igual de cortos y de ajustados que los que llevaba Chiquitín, y debajo de ellos el niño, de nuevo igual que Chiquitín, tampoco llevaba calzoncillos; Papi se había apuntado un tanto: había acertado plenamente con los gustos de su jefe en cuanto a la ropa de los chicos. El magnífico trasero de Danielito quedó a la vista, igual que sus genitales, completamente afeitados.
Quítatelos completamente.
Con calma, el muchacho se inclinó para quitarse los zapatos, bajarse los pantalones hasta los tobillos, y sacárselos a continuación. Totalmente desnudo de cintura para abajo, puso las manos en la nuca en señal de sumisión. Una señal, eso sí, incoherente con la expresión arrogante que seguía luciendo en su cara. Chiquitín admiró la entereza con la que ese niño, seguramente de su misma edad aunque más corpulento, sabía llevar la situación: se iba a llevar una dolorosa paliza, estaba desnudo frente a su padre, tres criados y dos desconocidos, y mostraba sin reparo su culete macizo y su miembro viril con total naturalidad, y casi con una pizca de orgullo.
Don Daniel lo tomó de la oreja y lo acercó a la mesa. El muchacho se quedó de pie frente al mueble con aire indiferente.
Inclínate – dijo su padre mientras se remangaba el brazo derecho. Sin lamentarse ni pedir ningún tipo de clemencia, Danielito tumbó la mitad superior de su cuerpo sobre la mesa. Don Daniel echó un poco más hacia arriba la falda de la camisa del muchacho para que el culo acabara de quedar totalmente expuesto, justo en frente de donde se encontraban Papi y Chiquitín, visiblemente fascinados por la escena que contemplaban. A pesar de su aire indiferente, los bultos en los pantalones de los tres criados revelaban que también ellos seguían los acontecimientos con enorme interés.
Separa las piernas.
Al hacerlo, los genitales de Danielito quedaron claramente visibles entre sus nalgas, mejorando todavía más la vista a todos los presentes. Don Daniel apoyó la mano izquierda firme sobre la espalda de su hijo, y sin más preámbulos echó la derecha hacia atrás y golpeó con fuerza la nalga izquierda del pequeño.
Sobre la nalga se dibujaron con claridad los dedos de papá; sabiamente, éste dejó pasar unos segundos antes de echar de nuevo la mano hacia atrás e impulsarla con fuerza, esta vez sobre la nalga derecha. Ahora Danielito llevaba la firma de su padre en ambos lados.
Don Daniel acarició un poco el trasero del muchacho antes de golpearlo otra vez. Le gustaba espaciar los azotes e intercalar caricias entre ellos para no entumecer las nalgas y que la piel sintiera todo el dolor de cada golpe. La alternancia de los azotes sobre ambas nalgas duró más de quince minutos; el color del culete de Danielito evolucionó sucesivamente de un rosa pálido a un rosa fuerte, y de ahí a un rojo intenso. Chiquitín veía con fascinación cómo aquel niñito se llevaba una gran paliza sin apenas gemir, y con qué fuerza sus nalgas se convertían en el centro de interés de toda la habitación; todos los ojos estaban clavados en el culo muy rojo de Danielito, y el único sonido que se oía en la habitación era el chasquido de los azotes, seguido a veces de un gemido viril muy distinto de los llantos de niñito de Chiquitín. El pequeño admiraba a Danielito, que con su actitud arrogante convertía la humillación de la zurra en un triunfo y casi en una dominación. También el jefe zurraba con un gran estilo, sin inmutarse ni resultar crispado; era muy excitante, aunque le faltaba la calidez de las regañinas que Papi siempre daba mientras azotaba. En cierto momento, Chiquitín notó que Papi buscaba un kleenex y a continuación metía la mano discretamente bajo la cremallera de su pantalón; los espasmos que, sentado sobre las rodillas de Papi, no pudo evitar notar a continuación, no le dejaron ninguna duda sobre lo que estaba pasando. Chiquitín hubiera querido acariciarse también, pero Papi se lo tenía muy prohibido; era algo feo en un niño de su edad y se llevaría una buena zurra si lo hacía.
Cuando el cansancio de Don Daniel empezaba a hacerse patente, el jefe se quedó acariciando el trasero muy rojo de su niño durante un buen rato, y se dirigió a Ángel:
Ángel, por favor, tráeme la paleta.
¿La grande de madera, señor?
Sí, la grande.
El mayordomo se dirigió a un mueble de bastante extensión que había en la pared al lado de la mesa y lo abrió; aparecieron un montón de cepillos de madera, correas, varas y demás instrumentos para azotar culetes desobedientes. Todo aquel almacén evidenciaba que el jefe daba mucha importancia a los castigos y se complacía en las formas más refinadas de mortificar el trasero de los más jóvenes. Ángel escogió, entre una gama de paletas de formas curvas, la más grande de las de madera. Chiquitín dio un respingo; era prácticamente idéntica a la que Papi utilizaba cuando era muy desobediente, la que había probado unos días antes cuando le afeitaron.
Ángel ofreció el instrumento de castigo a su jefe, que le respondió con un escueto gracias. A continuación, Don Daniel aplicó la pala de madera al trasero de su hijo de la misma forma flemática y concienzuda con la que le había azotado con la mano unos minutos antes; pero a Danielito le era cada vez más difícil mostrar la misma entereza: aunque su reacción seguía muy lejos de los chillidos y lloros que hubiera proferido Chiquitín ante un castigo similar, no podía evitar temblar ante cada azote y emitir gemidos cada vez más altos. Los azotes con la dolorosa pala siguieron durante cinco intensos minutos en los que el culito del muchacho pasó del rojo brillante al escarlata oscuro.
Finalmente, Don Daniel acabó la paliza con un golpe especialmente fuerte que hizo pegar un salto al joven.
Levántate.
Danielito se puso en pie con esfuerzo y se llevó las manos a las nalgas, que probablemente estuvieran tan calientes como insensibles. A pesar de los inevitables mohines de dolor, no dejaba de mantener una cierta altanería.
Ahora ponte en esa esquina cara a la pared. Te quedarás ahí, sin pantalones, un rato muy largo hasta que aprendas a comportarte. Y no se te ocurra girar la cabeza –luego, mirando a los sirvientes, su jefe dijo: - muchas gracias. Pueden retirarse.
Bajándose de nuevo la manga, el jefe recuperó su anterior puesto frente a Papi y se disculpó por la larga interrupción. Dijo estar agotado después de propinar una paliza tan larga, pero lo cierto es que no se le notaba.
Dar una buena zurra es lo mejor para estar en forma – dijo con una sonrisa.
Papi levantó a Chiquitín de sus rodillas y, con un azotito, lo mandó ir a jugar a otro sitio mientras los mayores discutían. Pero tanto Papi como el pequeño no dejaron de mirar de reojo durante todo el rato al culito ardiente que estaba en la pared; las imágenes de la azotaina y de ese hermoso trasero expuesto con los genitales asomando no se les iban de la cabeza.
Al cabo de aproximadamente una hora, el jefe permitió a Danielito separarse de la pared y ponerse los pantalones para despedir a los invitados. Papi y Chiquitín besaron al pequeño, y luego se despidieron a su vez de Don Daniel, que, mientras acariciaba largamente el culito de Chiquitín, les hizo prometer que volverían pronto. El jefe debió pulsar entre tanto algún botón, porque justo en el momento adecuado apareció el mayordomo.
¿Por qué no ha venido Toño? – preguntó el jefe.
Se olvidó de planchar su traje para mañana, señor. Ricardo ha tenido que castigarlo.
Ah, estupendo, Ricardo siempre está en todo. Acompaña tú entonces a los señores hasta la puerta.
Sí, señor.
Papi y Chiquitín acompañaron al mayordomo. Al atravesar los pasillos, oyeron ruido de golpes y quejidos, el muy familiar sonido de los azotes sobre un trasero desnudo y los lamentos del muchacho que los recibe. La zurra sonaba más claramente a medida que avanzaban; fue en el recibidor donde se encontraron con Ricardo sentado en una de las sillas dando una contundente azotaina a Toño. Los quejidos del joven eran comprensibles, ya que su pequeño y redondo culete estaba ya bastante colorado, y la mano de Ricardo seguía cayendo pesada sobre él. Tenía los pantaloncitos por las rodillas y tampoco llevaba calzoncillos; no les debían estar permitidos en esa casa a los más jóvenes. Al ver entrar a los invitados en esa improvisada sala de los azotes, Ricardo detuvo su mano en alto sin atreverse a descargarla sobre el culito del joven sirviente.
Continúe, por favor. No nos molesta – le incitó Papi.
Gracias, señor.
Los azotes y sus correspondientes quejidos se reanudaron. Papi y Chiquitín contemplaron el castigo durante un rato mientras esperaban que Ángel les trajera sus abrigos.
De vuelta a casa, pararon en la pastelería y Papi, tal como prometió, le compró un dulce a Chiquitín por haberse portado bien en casa del jefe. Papi seguía teniendo en mente todo lo que había visto esa tarde. Miró a su niño, que comía su pastel tranquilamente, y le acarició el pelo. Pensó si Chiquitín se llevaría una zurra antes de acostarse esa noche. Sonrió. Casi seguro que sí.